La escuela del fracaso
Por Bruno Vaccotti
Gerente de Comunicaciones de Fundación Paraguaya
Cuando tenía unos 10 años, mi maestra nos planteó el desafío de cocinar en clase como parte de una materia. Uno ya podía llevar cosas pre-fabricadas de sus casas y simplemente “ensamblar” los ingredientes, lo que la mayoría hizo. A mí me encantaba el dulce de leche (hasta la fecha) y estaba empecinado en prepararlo en clase. Mi mamá me consiguió una pequeña hornalla eléctrica y todos los implementos. Mi maestra y varios compañeros se burlaron, casi asumiendo que no había comprendido la consigna.
En el momento en que yo empecé a preparar mi dulce de leche, casi todos mis compañeros ya habían terminado de hacer sus postres, que consistían básicamente en quitar del molde la gelatina que sus mamás habían preparado en sus casas o en untar dos galletas con mermelada en el medio. Seguí todos los pasos de la receta que me había dado mi mamá, revolví con mucha paciencia, me aseguraba de haber realizado bien la mezcla de los ingredientes.
Minutos después, me di cuenta que mi mezcla no cambiaba de color y que la hora de clase terminó. Mi maestra me puso una A (Aceptable, un 2/5 de nota), mientras que aquel que untó dos galletas compradas en el supermercado, con mermelada también comprada obtuvo un E (Excelente 5/5). Sin mentir, a esa edad no recuerdo bien qué sentimientos recorrieron por mi mente, pero años después fui viendo espejos de esta experiencia en el mundo universitario, laboral y civil.
No validamos el fracaso como parte esencial del proceso de aprendizaje, creemos que enseñar a unos niños a untar dos galletas con mermelada es cocinar y con eso ya podemos marcar en nuestra lista de cosas que debemos enseñar durante el periodo lectivo y además, la mediocridad es premiada con buenas notas.
Sería absurdo plantearnos que esta es parte de un proceso de aprendizaje solamente, se ve en el mundo laboral, social y hasta emocional: personas laudadas por acciones efímeras, sin contenido, que siguen ofreciendo la respuesta fácil a todas las premisas establecidas del entorno, porque simplemente tenemos repulsión al fracaso, porque no lo vemos como un camino a la construcción de algo que puede ser mucho mejor para nosotros y para los demás. Me recuerda a un amigo que abrió una pizzería sin tener siquiera el horno para pizzas y más irónicamente, vendía solamente lomitos y hamburguesas.
Las burlas e ironías de sus cercanos eran avasalladoras, pero él había entendido que la escuela del fracaso es a veces el cimiento para la construcción de algo mucho más grande. Hoy tiene 5 locales, genera empleo a docenas de personas y nos alegra la vida a los amantes de la pizza.
En el mundo de los emprendimientos, de la innovación, de los procesos de transformación dentro de las instituciones, una de las premisas debe ser mirar al fracaso como Escuela de Aprendizaje, no como razón de darse por vencido o desplazar a quien fracasó en una de sus tareas, siempre y cuando estas hayan sido una búsqueda sincera de crecimiento colectivo y organizacional. Muchas veces la sociedad observa a aquel emprendedor que ha tenido un fracaso como alguien afectado por la peste, cuando en realidad están viendo a alguien valiente, audaz y que se anima a superarse.
En la zona de confort no existe espacio para el fracaso, solamente para la dejadez y la mediocridad, lo que ya sabemos hacer, lo que ya nos enseñaron y hemos adquirido, donde es prácticamente imposible que algo nos sorprenda y, quizás peor, que podamos sorprender a alguien.
Si logramos como sociedad desestigmatizar al que ha tenido un tropezón en sus emprendimientos, personales o grupales, vamos a construir una cultura innovadora más audaz, motivada y recuperaremos la capacidad de sorprendernos. Y para finalizar: ¡claro que aprendí a hacer dulce de leche!